jueves, 27 de marzo de 2008

muchacha en la ventana




Muchacha en la ventana, Dalí

:
A veces pienso en tí cuando no estás conmigo. En cómo te ve el mundo. En cómo vas por las calles de esta ciudad, en el metro, dando saltitos pero con el gesto serio y la corbata sin que nadie sepa que estás escuchando música de gritones y guitarras distorsionadas o leyendo un libro donde luchan los dragones.

Ayer por la mañana y hasta, más o menos, las seis y media, yo andaba inquieta, floja, nublada. Por qué. Supongo que mucho tiene que ver el trabajo. Las cosas a medias, esa obra que me urge que termine por mil razones y que a mí me parece que no avanza. El teléfono por las mañanas que no para de sonar y que yo silencio.

Como una pésima inactitud.

Las cosas que me pesan, me cuesta sacarlas, me cuesta hasta reconocérmelas a mí misma. Y se quedan dentro. Se hacen sedimento involuntario y un día rebosan. Como si defraudara a algo o alguien que me ha dicho que tengo que mantenerme firme, estable, fuerte. La autosuficiencia. Y esta, a su vez, con la intrahistoria que todos llevamos y que nos hace ser como somos.

Y entonces llegas tú. Y me llamas. Y yo te noto en la voz que estás riendo. Y dices 'te quiero' y yo me escondo de todos los 'señores del trabajo', detrás de una planta de la redacción y miro Madrid por las ventanas. lejos. Calculo el punto donde estás. Y sonrío. Sonrío como una 'boba'. Y todo se me pasa. Y las páginas salen más rápido. Y salgo temprano y voy a verte. Y me pones a ver las noticias del fútbol y padre de familia, y el hormiguero y cenamos hamburguesas que cogemos con las manos. Y te escucho palpitar bajo el oido. Tú eres rítmico.

Y quiero tener más millones de segundos, de minutos, de horas.
Y llenar otro cuadernito como este. o como sea.
No me asustan las cosas que me dices. Cómo iban a hacerlo si son las que yo me callo.

martes, 4 de marzo de 2008

este no es el cuento del taller, pero sí lo escribí

No sabia que iba a decidirlo allí. Con la cabeza sobre su pecho, no estaba buscando con las manos una respuesta. Y el calor. De Gran Vía al barrio de las afueras, Madrid se recorta como un listón de balcones sucediéndose. Ladrillos, cristales, macetas, farola, farola, farola. Cuánto tiempo podría haber pasado en esa postura retorcida y cómoda. El taxista pregunta de vez en cuando, pero ella no aparta la vista. Mejor por el paseo de las Acacias. Al otro lado de la piel, alguien respira. El alcohol ha tomado con el azúcar cada uno de sus órganos. Los adormece y excita. Justo hasta la frontera donde un trago más podría haber sido letal para la noche. No adivina el camino. Ni las acacias, ni ningún árbol que pueda dar nombre a un paseo. Desde hace tiempo, mucho antes, esta ciudad es una maqueta asombrosa. Está alfombrada y los pasos no son nunca demasiados. Escucha la respiración. La ciudad es una película estrecha de casas sucediéndose por las ventanas. Hace unas horas, la guerra se escondía de ella en la otra esquina con su fuego y sus barricadas. Hace unas horas se sorprendió al no conmoverse cuando encontró aquella boca en el metro. Una mujer latinoamericana con el mismo labio superior que tenía aquel. Sin definir su piel y su comienzo. Esas bocas inflamadas hasta antes del beso. Que se retorcerán después como un animal marino al rozar el limón. El recuerdo no echó tantas alas. Cuando piensa en esto, desaparecen los balcones. Seguramente estén cruzando el río apuntalado. Y al otro lado, a mitad de camino de regreso a una casa, a mitad de camino entre la madrugada y el día siguiente, lo decidió. Escondió el gesto de vértigo en el abrigo. Iba a quedarse. Aquí. En Madrid.